David Monteagudo y el lobo



 (Lilian Neuman)
A David Monteagudo (Viego, Lugo, 1962) tiene que haberle parecido raro, muy raro, el mundo editorial. Fin (Acantilado, 2009) fue su debut como autor publicado (llevaba años escribiendo, y mucho), y la novela fue un suceso, tanto que el desasosegador relato de un grupo de amigos que se reencuentra después de muchos años también cobró vida en el cine.
  La rareza a la me refiero la expresa él mucho mejor en sus escritos. Casi todos inquietantes, algunos pavorosos, siempre a discreción. Todos son una forma de respuesta: Aquí mismo, en esta novela, la gente es repentinamente afecta o adicta. En la realidad, Monteagudo era –para los raros del mundo editorial, porque los raros son “ellos”, tengámoslo claro-  un tipo sui géneris porque trabajaba en una fábrica, en Vilafranca del Penedés, ciudad en la que vive desde hace años. Esto tan pero tan curioso  (la cursiva es mía, y la saña también) parecía relevante. Como si eso fuera a explicar su talento.
  El talento de García –el protagonista de una historia de suspense psiquíatrico, por empezar, porque lo que aquí empieza a quebrarse (y a atormentarnos) es una psicología- es que no tiene talento alguno. Y tan bien que estaba así. Entonces la gente repentinamente afecta o desafecta que le rodea no sabe bien si actúa a modo de sabotaje colectivo o si de veras quiere sacar lo mejor de él. Lo mismo vale para la ciudad, sus fachadas y sus terrazas, en donde era tan sencillo y seguro sentarse con una cerveza.
 El único momento de sosiego para la vida de este tipo acosado por unas tremendas distorsiones de paisaje en su vida diaria es la semana que pasa de vacaciones con su tía, que lo quiere y lo alimenta. Sólo era una tregua, nada más. De regreso, sus ojos vuelven a distorsionar con tanta precisión que también el lector comprende esta deformidad, la que tantas veces vemos en extraños, allegados e íntimos. Y en los seres que nos rodean y en los que habitan en nuestro interior.  La capacidad sugestiva y simbólica de lo que aquí sucede es casi infinita y multiforme.
  No diré nada más sobre esta pieza tan bien ejecutada. Me gustaría cerrar con esta entrevista, en donde el autor se refiere a un episodio de su infancia (en Galicia, en una aldea) que sin duda ha encontrado aquí su mejor expresión en uno de los momentos más excelentes de esta lectura: Los ojos del niño Monteagudo/García ante un gigantesco lobo. Este es el poderío –y la pesadilla- de la literatura.

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